domingo, 16 de octubre de 2022

VANIA - UN CUENTO DE GONZALO MOURE TRENOR

 De la sección: Cuentos y leyendas de Dioses protectores de los Viajeros - VANIA, LA HUERFANA DEL OLIMPO - de Gonzalo Moure Trenor

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VANIA, LA HUÉRFANA DEL OLIMPO


Artemisa
A Vania le ocultaron siempre el nombre de su madre. Su memoria se perdía en la bruma de la primera infancia, y aunque había un remotísimo vestigio de aroma dulce y piel acogedora, ni siquiera podía recordar otro rostro que el de su protectora, Artemisa, que la tenía entre sus ninfas. Cuando aprendió a hablar, un día, llamó Madre a Artemisa, y se dio cuenta de que la orgullosa diosa, la de las flechas relucientes, se había enfurecido. “Niña fatua, ¿acaso crees ser nieta de Zeus?”

Las demás ninfas se burlaron de ella, y fue cuando escuchó por primera vez la palabra “huérfana”.

Así que eso era ella, una huérfana, nada más que una niña sin madre, ni padre, una pobre niña perdida en el monte Olimpo, condenada a seguir a su protectora Artemisa como si fuera un perrillo más de la jauría.

Febo
Una mañana de primavera, cuando Vania tenía seis años, Artemisa invitó a su hermano Febo y otros dioses a un abundante almuerzo. En el rincón más delicioso del jardín, los invitados comían y charlaban lánguidamente, rodeados por las ninfas de Artemisa, engalanadas como nunca. Por qué Febo, también llamado Apolo, se fijó en Vania, podría ser un misterio, si no fuera la confirmación de su poder adivinatorio.

-Niña, ven.

Hubo risas. Por qué el más hermoso de los dioses llamaba a su presencia a aquella criatura insignificante. Artemisa sonreía encerrando un enigma en su expresión silenciosa.

La pequeña huérfana obedeció, sonrojada, y se postró delante del hermosísimo dios, que la observaba con el ceño fruncido de los que tratan de entender lo oculto.

-Eres como una semilla de rosa -le dijo por fin.

Vania bajó los ojos.

Baco
Baco, entre los vapores del vino, seguía la escena con abandono, pero intervino para decir:

-Así se llama, Semilla de Rosa, Vania.

Hubo un rumor y un bisbiseo entre los asistentes al banquete. ¿Por qué conocía aquel dios tan soberbio y altivo a una niña desamparada, una ninfa casi invisible, pequeña como un botón?

Febo se incorporó y alargó su mano hasta la de Vania, y tomándola con firme dulzura la atrajo hasta sí.

-Haz que el cielo se llene de flores -le dijo.

Vania nunca había sentido algo ni remotamente parecido: poder. Miró el cielo, límpido y cristalino, ornado con algodonosas nubes como almohadas para los ángeles. ¿Podría ella…?

Cerró y apretó los ojos entonces y deseó que el cielo se llenara de flores, como le había pedido aquel dios. Sus párpados centelleaban en la oscuridad cuando escuchó un murmullo de asombro. Y antes de abrir los ojos, una carcajada elegante de Baco:

-La semilla es fecunda…

Cuando los abrió, Vania vio el cielo lleno de flores. Y a los dioses mirando complacidos aquel prodigio, nacido de la voluntad de una pequeña ninfa, una huérfana, un remedo divino.

Luego miró con disimulo a Febo, que le devolvía la mirada con expresión feliz y orgullosa. Y entre los dos hubo un instante eterno en el que el tiempo era menos que nada, porque apenas existía.

-Esta niña es una diosa -proclamó.

Hasta el suelo del Olimpo tembló cuando Artemisa replicó con ira:

-¡Nada es Vania sino un despojo, una huérfana, no flor sino rastrojo! ¡La hija de un errante, un vagabundo!

Pero Febo abrazó a la niña y sabido es que el Sol tiene más poder que la Luna, su hermana Artemisa, y en aquel gesto hubo una amenaza, la seguridad de sus brazos, la inconmensurable vastedad de su pecho refulgente.

Vania se debatió un instante, pero un instante tan solo. Y en el cielo se disolvieron las flores, salvo un pétalo peregrino que cayó en su mano abierta.

-No quiero ser diosa -dijo, con voz extrañamente firme, casi como una trompeta resonante, mientras apretaba la mano con el pétalo dentro.

-¿Y qué quieres ser? -intervino desde sus vapores Baco, entre divertido y desdeñoso.

-Lo que soy, la hija de un vagabundo, de un errante, y estaré en la bóveda celeste acompañando a los planetas errantes, y desde allí a todos los vagabundos del mundo de los mortales, a todos los que en una mañana helada emprendan un camino.

Y el Olimpo se quedó sin su semilla de rosa, y Vania ascendió a los cielos, buscando su lugar entre los planetas, ninfa de rosa, compañera invisible de todos, todos los caminantes…





4 comentarios:

  1. Hermosísimo cuento, ¡muchas gracias, Gonzalo!

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